La encrucijada sexual del deseo

Trabajo presentado en la Reunión Lacanoamericana de 2019 en la ciudad de La Plata, Argentina.

Al referirnos al deseo, siempre nos encontramos con una articulación, una red, una combinatoria. Desde los tiempos primeros del Proyecto de una psicología para neurólogos, el deseo nace en la encrucijada entre identidad de percepción e identidad desiderativa, como resto de lo imposible para cada una de ellas, sosteniendo la insatisfacción primordial por la cual hay un inconsciente.


¿En qué sentido hablamos de sexual, cuando nos referimos al deseo? ¿En relación a una cualidad o atributo del concepto? ¿Respecto de la atracción entre los sexos? En los tiempos actuales, mencionar “los sexos”, introduce una dificultad, porque ¿qué de “los sexos”? ¿Categorías, prácticas, elección?

La actualidad de la temática en los encuentros, jornadas, reuniones de psicoanalistas muestra claramente que la cuestión nos preocupa y nos ocupa. Una somera lectura de los títulos presentados en esta reunión da cuenta de ello.

La interlocución se plantea con otros discursos que, abordando aspectos comunes a las de nuestro campo, suelen suscitar críticas hacia los postulados psicoanalíticos, en particular en lo que se refiere a la relación entre los sexos.

Si bien es cierto que discursos como el de las teorías de género son efectos, entre otros factores, del impacto cultural que en el siglo pasado implicó el descubrimiento freudiano, una interlocución entre estos discursos y el del psicoanálisis parece dificultosa en la actualidad, salvo que consideremos tal la reafirmación, tanto de uno como de otro lado, de los postulados en los que ambos se oponen.

En una entrevista en Página 12, allá por el 2006, (3/5/06) Joan Copjec dice que hablar de sexualidad sin psicoanálisis es como querer tomar una fotografía sin cámara. Ingeniosa y ocurrente frase, pero poco más de una década después, constatamos que han surgido muchas fotos en lo relativo a la sexualidad, a las sexualidades, que no parecen haber sido sacadas con esa cámara.

Para la Comisión de Derechos Humanos de Nueva York, existen 31 tipos de identidades sexuales. Treinta y una opciones que aunque son de obligado cumplimiento para las empresas y sus departamentos de recursos humanos, han sido publicadas sin definición alguna. Para la aplicación Tinder, ya son 37, y para Facebook, parece que 54.

Ante la ausencia de una argumentación que sustente tal profusión de etiquetas, las opciones se tornan moralizantes antes que éticas, en su exigencia superyoica de cubrir todo el campo fenoménico de la sexualidad humana.

En el intento de que, en este variado y variable campo a cada quien le toque su cada cual, la confusión es mayúscula. Confusión al no distinguir entre lo que se clasifica, y la lógica desde la que esa operación se juega, ya que en aquellos listados la enumeración incluye tanto identidades de género, prácticas sexuales, orientaciones sexuales, u otros. 

Ninguna ley del deseo parece contemplarse en estos listados, antes bien es la ley de la demanda la que impera en este terreno. Dime qué sexo quieres y lo tendrás, y si no quieres ninguno, también. Desconociendo, o peor, obturando la distancia insuperable, entre las palabras y las cosas. 

Frente a la imposibilidad de completar el significado preciso de lo que sería el hombre o la mujer, la proliferación de etiquetas, lejos de asegurar una completud, no deja de poner de manifiesto que no hay compensación posible que armonice sexo y sentido. 

Esta es la tesis que desarrolla la ya mencionada Joan Copjec en El sexo y la eutanasia de la razón, donde afirma: “El sexo encuentra su lugar solo allí donde las prácticas discursivas tropiezan, y en modo alguno donde logran producir significado”. 

Nos encontramos, como practicantes del psicoanálisis, en intensión y en extensión, frente a este estado de cosas, que reitero, ocupa y preocupa. ¿Qué aportes pueden ser posibles, para hacer avanzar nuestro discurso?

No se tratará, según entiendo, de imponer nuestra perspectiva, en debates algo estériles en que se confronten posiciones antagónicas, ya que nuestra práctica, que por su operatoria como práctica de discurso tiende hacia su propia destitución, no está predestinada al ejercicio de una imposición, a pesar de la preeminencia que supo tener en la cultura del siglo XX. 

Pero esto no tiene que hacernos desistir de encontrar articulaciones que nos permitan continuar sosteniendo nuestra praxis, haciendo o intentando hacer avanzar el discurso del psicoanálisis. Y poder establecer interlocuciones con otros discursos, sin perder la especificidad del que nos concierne.

Lo que el discurso analítico tiene de específico, como recuerda Lacan en Encore, su subversión: “ …no está en haber cambiado el punto de rotación de lo que gira, sino en haber sustituido un gira por un cae”.

Durante el Seminario dedicado a La Angustia, Lacan trabajará el interjuego de dos registros, el de la imagen y el del significante, para situar que el investimiento de la primera, tiempo fundamental de la relación imaginaria, tiene un límite, un resto que se constituye en el eje de toda la dialéctica, en referencia al falo marcado por el signo menos, no solamente por no tener representación especular, sino por aparecer cortado/separado (ambas acepciones son válidas de la palabra francesa coupé) de la imagen. 

Estas condiciones de aparición, sin imagen especular y separado de la imagen del cuerpo, es lo que le permitirá su articulación con el objeto de deseo, por una parte, y con el objeto causa de deseo, por otra, llegando a ser así instrumento para la satisfacción del deseo. 

Estas dos funciones del objeto a, como objeto de deseo y como objeto causa de deseo se articulan en el falo, como el significante faltante, dando así lugar a la lógica de la castración. De este modo, i(a) y a se articularán como soportes de la función del deseo por medio del falo, significante de la falta. 

Porque si una versión del objeto está dada en la experiencia imaginaria, esta experiencia necesita estar autentificada por el Otro.

De no ser así, si el sujeto pudiera estar realmente y no por intermedio del Otro en lo imaginario, tendría una relación directa con el objeto de su deseo. Y podría hacerse la clasificación exhaustiva de éstos últimos, haciendo realidad el cumplimiento de la ley de la demanda, a lo que parecen apuntar los listados antes mencionados. 

En el seminario Encore, uno de los referentes para retomar la encrucijada sexual del deseo, encuentro la siguiente afirmación: “El hombre, una mujer, (…) no son más que significantes. De allí, del decir en tanto encarnación distinta del sexo, toman su función”.

Me interesa resaltar lo de “encarnación” del decir, ya que permite leer que el decir, aquello más aparentemente alejado de la carne, se hace carne, toma cuerpo, inaugurando una “naturaleza” distinta de la del organismo. 

Ya no serán entonces los determinantes genéticos o la presencia de determinados órganos en el aparato reproductor lo que definirá al hombre o a una mujer, sino aquello que nos afecta a todos por igual, el hecho de hablar, condición específica de los seres humanos. A partir de esta condición que a todos nos incluye, se posicionarán hombre y mujer en tanto significantes. 

“Matriz motriz del cuerpo”, (expresión presente en el Seminario De un Otro al otro), molde construido por y armado con la pulsión en su recorrido articulado a partir de las primeras demandas, dichas, y de los primeros sonidos, escuchados. Así el decir se hace carne, hace carne, nos hace carne. Hablamos y cogemos con esta carne modelada y motorizada por la pulsión. 

Carne deseante del decir, ya que es de esta encarnadura, en tanto distinta del sexo en tanto natural, anatómico, cromosómico u hormonal, de donde esos significantes, hombre y mujer, toman su función. 

Puede plantearse entonces que entre el sexo, biológico, y la sexualidad, parlante, el deseo arma, construye, articula, su encrucijada sexual. A partir de la comunidad de hiancia entre lo inconsciente y la pulsión, será que se hace necesario hablar, y desear.

El deseo, lo sexual y lo inconciente se anudan desde el descubrimiento freudiano en una relación lógica discursiva, “por la cual lo que concierne al sexo depende del deseo en tanto inconciente, no como propiedad del deseo sino como una función en la base de la posibilidad misma de hablar”, como afirma Norberto Ferreyra en su artículo de la revista Lapsus Calami 1. 

Esta encarnación del decir presentifica la encrucijada en la que el sexo anatómico queda atravesado, transformado, subvertido por otra carne. Ni la anatomía pura y dura, ni el lenguaje saturaran la diferencia irreductible entre el goce esperado y el obtenido. En esta encrucijada se ubicará para el sujeto tanto su posición respecto del sexo como su singularidad en cuanto al deseo. 

No hay despliegue, en el mundo humano, de nada relacionado a la relación entre los sexos que no pase por el molinillo de significantes, porque el mundo humano es el del significante. En ese pasaje, algo está perdido, y no lo colmará clasificación alguna. 

Para articular sexo y sexualidad, un significante privilegiado, el falo, como significante del deseo, no como objeto de éste, marcará al objeto y también al sujeto, estableciendo la lógica sobre la que se asentarán tanto la posición masculina como la femenina. 

Como marca de una falta, el deseo inconsciente modela la sexualidad humana. La variedad y variación de ésta no remite a una postergada completud que se logrará algun día, sino a ese origen en la encrucijada entre el objeto de deseo y el objeto causa, a partir de la cual se articulan deseo, sexo y sujeto.

El deseo, resto inaugural del inconsciente, nace sexual por no poder completar la hiancia entre lo esperado y lo encontrado. Allí se sexualiza el deseo, en esa falta original por la cual podemos hablar y coger.

Ambas posiciones, masculina y femenina, en tanto significantes se encuentran sometidos a la hiancia estructural que los separa del anhelado e imposible objeto colmante, no calmante, del deseo. 

El decir encarnado marca este punto crucial en que los caminos se intersectan, y los seres hablantes, como Edipo en Fócida, entre Delfos y Dáulice, encontramos sin saberlo el sello de nuestro destino sexual.